Leyó este lector empedernido hace tiempo, que la
lectura es algo así como una conversación en un único sentido, en el que el
lector no está obligado a contestar. Puede reflexionar sobre lo leído, discrepar
o dar la razón mentalmente al autor o, simplemente, complacerse con lo leído,
como se complace uno al escuchar lo dicho por una voz.
No dará ni quitará la razón este pobre escribidor a lo
dicho por otros. Discrepe o admita cada cual sobre lo que lee; pero sí dirá, sin
temor al yerro, que son los libros y su lectura una de las mejores maneras de
conocer las vivencias, el pensamiento y la comprensión del mundo que tienen los
demás, o al menos de aquellos que, poniendo negro sobre blanco, ofrecen parte
de su saber, para su discusión o simplemente para el deleite.
Y tan variado es dicho entendimiento, que algunos
deciden coleccionar esos pensamientos guardados en el papel impreso; unos para
sí, otros para que los demás dispongan de ellos.
De los primeros viene a la mente de quien esto escribe la figura
de un canario nacido en el siglo XVIII, estudioso y buen latinista, erudito,
pero discreto. Alejado de las prácticas mundanas, fue un gran amante de los
libros hasta el punto de poseer una biblioteca de más de trece mil volúmenes.
Se llamaba Estanislao de Lugo, había nacido en La Orotava, en una familia de
cierta alcurnia, en realidad de la pequeña nobleza, que le otorgaba más
prestigio que rentas y prebendas. Su padre, militar, era titular de la casa de
Lugo-Viña; su madre, hija de los marqueses de Villafuerte. Poco se sabe de su
niñez y juventud, pero al menos sí que, como parece, estudió en el colegio de
los dominicos de La Orotava y que con él lo hizo su coetáneo y paisano Tomás
Iriarte, que sería famoso fabulista. En Valladolid se licenció en Cánones y fue
bachiller en Leyes. Cuando al terminar sus estudios se trasladó a la Corte de
Madrid, ya era propietario de una buena colección de libros. Como en su
espíritu curioso cabían todas las disciplinas, entre sus adquisiciones había
libros prohibidos. Tuvo que solicitar permisos, y más de una vez, de la Santa
Inquisición para poderlos leer y poseer. Un escrito firmado por el Arzobispo Inquisidor
General, don Manuel Abad y Lasierra lo acredita: (…) Atendiendo al mérito, instrucción, conducta y ministerio de don
Estanislao de Lugo, del Consejo de S.M. y Director de los Reales Estudios de
San Isidro de esta Corte, le ampliamos la licencia anterior para que pueda
recibir, leer y retener los libros exceptuados en los Edictos del Santo Oficio
para los que tienen licencia”.
Protegido de Carlos III, que lo designó ayo de su
sobrino Luis María de Borbón y Vallabriga, hijo del infante Luis Antonio de
Borbón Farnesio, y de Carlos IV y José Bonaparte, que lo designaron para
puestos importantes, a la vuelta de “El
deseado”, Lugo tuvo que refugiarse en Burdeos, dejando su magnífica biblioteca
en España. Para entonces ya era viudo de la Condesa de Montijo, con la que se había casado en secreto en 1797,
tras fallecer el primer esposo de la condesa, don Felipe de Palafox y Croi.
No era fácil la vida en Burdeos para don Estanislao. Los
gastos que suponía mantenerse allí exigían rentas y su peculio era escaso. No
pudiendo recuperar su biblioteca madrileña, apoderó a dos hermanos suyos para
la venta de los libros, y así, la colección fue vendida al obispo don Mariano
Rodríguez Olmedo.
En su exilio francés se reunía con otros afrancesados huidos
de la furia absolutista de Fernando VII, y pronto inició una nueva colección de
libros. Pero la biblioteca se nutría principalmente de folletos y clásicos,
seguramente, títulos añorados y perdidos en Madríd, y que tanto echaría de
menos. Poco a poco fue quedando solo. El 25 de agosto de 1833, don Estanislao
de Lugo-Viña y Molina, sin amigos ni familiares que lo acompañaran en el trance
final dejó este mundo. La biblioteca que logró reunir en su piso de Burdeos
durante los últimos veinte años constaba de 328 títulos. Seis días después, el 31 de agosto, Fernando
VII, otorgaba el perdón a quien sirvió a su padre y abuelo, tardío perdón de
quien postrado ya en el lecho, veintinueve días después, pasaría a mejor vida.
*
De los segundos, de los que además de no poder vivir sin los libros para sí, hacen posible que los demás dispongan de ellos también, tenemos a los editores y a los libreros.
Por la misma época de Lugo, restablecido por la Santa Alianza
el régimen absolutista, tras el trienio liberal, muchos políticos, militares e intelectuales
abandonaron España. Ni siquiera la amnistía que en 1824 concedió Fernando VII
convenció a muchos liberales de que su permanencia en España podría ser tranquila
y confortable, y emigraron a otros países, algunos por segunda vez, después de
haberlo hecho a la llegada de “El Deseado” en 1814.
Don Vicente Salvá Pérez, había nacido en Valencia en
1786. Licenciado en Griego, Derecho, Filosofía y Teología, su inclinación por
la lectura y el conocimiento de las cosas estaban en su naturaleza; la afición
por los libros como negocio, posiblemente, por su matrimonio con Josefa Mallén,
hija de un librero francés afincado en
Valencia. A la muerte de su suegro constituyó con su cuñado Pedro Juan la
sociedad Mallén, Salvá y Cía. Todo se desarrollaba con normalidad, alcanzando la
librería una gran reputación. Pero en 1817 la Inquisición acuso a Salvá de
editar y vender “El contrato social”, de Rousseau, un libro prohibido entonces.
Las cosas comenzaron a pintar mal para Salvá y poco tiempo después se hallaba
en Roma solicitando licencia del papa para leer y poseer libros prohibidos.
Durante el Trienio Liberal fue elegido diputado a
Cortes, hasta que la presencia de los Cien Mil Hijos de San Luis y el
restablecimiento del absolutismo lo obligó a salir de España. Cuando, en 1824,
se estableció en Londres no había en la ciudad de Támesis ninguna librería donde
adquirir libros españoles, y eran muchos sus demandantes. A la ingente cantidad
de liberales emigrados, con sus familias, había que añadir los propios
ingleses, algunos buscadores empedernidos de libros españoles antiguos y raros.
Con una buena visión comercial, Salvá abrió en Regens Street la Librería Clásica
y Española, que tuvo un gran éxito.
Ese mismo año, en el mes de junio, había
fallecido en Londres, a sus veinticuatro años, la viuda del general Riego. Muchos ex-ministros
liberales, y buena parte de la colonia española emigrada asistió a los
funerales. No pudo estar Salvá, pues aún en Gibraltar, no llegó a Londres hasta
finales de 1824, pero sí, sin duda don Miguel del Riego, canónigo de la
Catedral de Oviedo, hermano del general, que estaba afincado en Londres, para
cuidar en lo posible de su cuñada y a la vez sobrina doña María Teresa del
Riego.
Era don Miguel del Riego, a decir de quienes lo
conocieron, un hombre bueno, siempre dispuesto a ayudar a los demás y compartir
lo poco que tenía. Para vivir se dedicaba al comercio de libros, pero como era
un gran amante de los mismos, muchos los malvendía a quienes mostraban interés
o incluso los regalaba. En su humilde vivienda de dos habitaciones en el piso
alto de una casa propiedad de un zapatero, en Camden Town, guardaba un tesoro
bibliográfico. Todo lleno de libros, apenas había espacio para su cama, una
mesa y dos sillas.
En Londres conoció al poeta Ugo Foscolo, el cual, a su
mala situación económica unía una muy precaria salud. Don Miguel se ocupó, como
pudo, de que le visitara un médico, y cuando murió Foscolo, se hizo cargo de su
hija. Sabedor Foscolo de su bondad personal y de su afición por los libros le
legó su epistolario; pero pese al creciente valor de las cartas, Riego, que
pudo haberlas vendido nunca lo hizo.
Benjamin B. Wiffen, hermano del traductor de Garcilaso,
acudió en cierta ocasión a verlo. Buscaba unos libros antiguos y muy raros sobre
reformistas españoles del siglo XVI. En la tercera visita permitió Riego que Wiffen
ojeara uno de los libros que buscaba, pero pese al generoso ofrecimiento que se
le hizo a Riego, éste se negó a venderlo. El cuarto intento de adquirir el
libro tan deseado, lo hizo Wiffen por escrito. La respuesta del español fue
sorprendente. Le vendía el libro por un precio tan ridículamente bajo, que
Wiffen tuvo que incrementarlo por su cuenta.
También le visitaba con
frecuencia, sobre todo en los últimos años, el escritor Richard Ford. Hablaban
mucho. De libros, de España…, y el escritor le recomendaba a amigos suyos que
le compraban algunos ejemplares, tomando para sí, de lo cobrado, lo necesario y gastando en los
necesitados lo sobrante. Nunca olvidó defender la memoria de su hermano. El 7
de noviembre de 1846, aniversario de la ejecución de Rafael, como siempre había
hecho, publicó en el Morning Chronicle un recordatorio por la muerte de su
hermano. Como la intención de don Miguel era que el recordatorio fuese leído
por los desagradecidos liberales españoles que con su olvido, pensaba, no
hacían justicia a la memoria de Rafael, lo publicó en español. Poco después, el
día 27 don Miguel del Riego fallecía en su pequeño piso londinense rodeado de
libros .