CIRO EL GRANDE

   Siendo sus orígenes tan fabulosos y el signo de su vida la victoria y el éxito, no es raro que Ciro, el persa, que forjó un imperio que duró doscientos años, haya pasado a la historia con el apelativo de Grande.

   Herodoto en el primero de sus nueve Libros de la Historia nos habla de sus legendarios orígenes: cuenta que reinando Astiages en el país de los medos, soñó que en cierta ocasión comenzó a orinar su hija Mandara. Lo hacía en tan gran cantidad que inundaba toda la ciudad y aun toda Asia. Inquieto Astiages, pidió a los magos que le desvelaran el significado del sueño. Después de oírlos tomó la resolución de impedir cualquier matrimonio de su hija con hombre principal, decidiendo al fin casarla con Cambises, un persa honrado, pero de condición humilde. Al año de esta boda, coincidió que Mandara estuviera encinta, con un nuevo sueño del rey. En él, del vientre de Mandara nacía una parra que se extendía por toda Asia. Otra vez los magos fueron llamados para interpretar el sueño, y anunciaron al rey que la prole de Mandara le sustituiría y extendería sus dominios por los que ahora estaban bajo su autoridad. Entonces Astiages hizo llevar a su hija a la corte para apoderarse del hijo que le iba a nacer y matarlo. Cuando nació Ciro, hizo llamar a Hárpago, familiar suyo y fiel servidor, y le pidió que tomase al niño, lo llevara lejos, a las montañas, y lo abandonara para que fuera comido por las fieras. Prometió Hárpago hacerlo así, pero cuando llegó a su casa contó a su mujer lo que el rey le había ordenado, y le dijo que iba contra su buen sentido hacer una cosa así; y que, además, si Astiages moría, y era probable que lo hiciera pronto, pues era viejo ya, y fuese su hija Mandara la futura reina, ¿no tomaría represalias ésta por haber matado a su hijo? Y sin embargo, tampoco podía desobedecer al rey. Pensó entonces encargar a otro lo que él no se atrevía a hacer. Llamó a un pastor llamado Mitradates, que era siervo del rey, y lo obligó a cumplir por orden de Astiages el encargo. Pero al llegar a su casa Mitradates, encontró a su mujer, que estaba encinta, llorando porque le había nacido el niño muerto. Cuando contó el pastor a su mujer el mandato que había recibido, y el pesar que aquello le producía, ella le propuso enterrar en las montañas al recién nacido muerto, y quedarse con el que habían entregado a su marido.  
      ─Nadie lo sabrá ─dijo la mujer de Mitradates a su esposo─. Lo cuidaremos como si fuera nuestro, y tú podrás decir a Hárpago que has cumplido.

   Hechas así las cosas, pasó el tiempo y Ciro crecía sin mayores contratiempos. Tendría unos diez años, cuando durante unos juegos con muchachos de su edad, simulando la vida de los adultos, decidieron repartirse los papeles. Eligieron a Ciro, que era el más despierto de todos, para el de rey, y se repartieron los demás muchachos el resto de los trabajos que debían representar. Ciro en su papel de rey ordenó a unos que se ocuparan de la guardia, a otros que le construyeran un palacio, y así se divertían. Pero uno de los muchachos, que pertenecía a una familia distinguida, disconforme con la tarea ordenada, se negó a obedecer. Mandó Ciro a sus guardias que lo prendieran y ordenó que lo azotaran en castigo a su rebeldía. Y al conocer Artembares, que así se llamaba el padre del niño flagelado, lo sucedido, se quejó al rey.
   
Tomiris con la cabeza de Ciro. Museo de BB.AA. de Játiva (Valencia).
Tan legendario como su nacimiento fue la muerte de Ciro II, derrotado en
 su lucha contra los masagetas y, según la leyenda,  con su cabeza separada
 del cuerpo bañada por la reina Tomiris en un barreño con sangre persa.
 
  Quiso dar satisfacción el rey a su cortesano y llamó a Mitradates, que era pastor a su servicio, para que se presentara ante él con su hijo. Astiages, entonces interrogó al muchacho, preguntándole el porqué de su crueldad sobre su compañero de juegos; pero Ciro, lejos de mostrar flaqueza o arrepentimiento, se mantuvo firme en su convicción.
   ─Jugábamos los chicos a un juego en el que yo había sido elegido rey, pues a juzgar por todos yo era el más capaz para serlo. Todos obedecían mis órdenes y sólo él se mostró desobediente una y otra vez, no quedando otro remedio que castigarlo por su indisciplina.

   Al verlo hablar así, y fijarse mejor en él, el rey pareció reconocer al hijo de Mandara y, aterrado, comenzó a sospechar. Luego, una vez despedido Artembares, al que dio garantías de que la afrenta sobre su hijo quedaría reparada, quedó a solas con el pastor, quien al fin, bajo amenazas dio cuenta a su rey de todo lo sucedido. Llamó también a Hárpago y lo interrogó sobre cómo había cumplido la orden que le había dado diez años atrás. Éste, al ver en el palacio de Astiages al pastor, bien porque naciera de sí la franqueza, bien porque no quisiera ser sorprendido en mentira, contó al rey la verdad, y Astiages, disimulando su enojo ante Hárpago por no haber hecho lo que le ordenó, le pidió trajese a su hijo,  de  parecida edad a la de Ciro, para que hiciese compañía al recién llegado y a él que acudiera al banquete que iba a dar para celebrar el camino que el destino había dispuesto en todo aquel asunto.

    Terminado el banquete, preguntó Astiages a Hárpago qué le había parecido el convite y los manjares que le habían servido. Como dijera que eran excelentes, unos sirvientes llevaron ante Hárpago una canasta que, al abrirla, dejó al descubierto la cabeza, manos y pies de su hijo. Entonces preguntó el rey a Hárpago si sabía de qué era la carne que había comido durante el banquete. Sin perturbarse, contestó Hárpago que lo sabía, que había sido excelente y que todo cuanto el rey, su señor, hacía, lo daba por bien hecho. Y recogiendo las sobras que quedaban sobre la mesa y la canasta con la cabeza y extremidades de su hijo, partió de palacio, y dio sepultura a los restos de su hijo.

    Ciro, por consejo de los magos, fue enviado a Persia con sus padres Mandara y Cambises, a los que contó lo sucedido. Estos difundieron la historia, pero diciendo que abandonado Ciro en el monte, una perra ─pues cino significa perra en griego, y Cino se llamaba la esposa del pastor Artembares─ lo había adoptado y cuidado. Y así los orígenes de Ciro parecieron más prodigiosos a los ojos de las gentes. 
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HACE MUCHO, MUCHO TIEMPO..., EN TIEMPOS DE NABUCODONOSOR


   Hoy el viaje a la historia que vamos a emprender nos llevará muy atrás en el tiempo, a las épocas en las que el mundo conocido era más pequeño, menos habitado, menos desarrollado, pero parecidamente ambiciosos y crueles sus gobernantes a algunos de sus homólogos de nuestros últimos siglos, e igualmente indefenso el pueblo que tantas veces no puede sino subsistir, muchas veces contracorriente.

   Viajaremos esta vez a una región fértil, situada entre ríos, el Tigris y el Eufrates, por lo que los griegos la llamaron Mesopotamia, tanta veces tenida por cuna de la civilización. En esa tierra, la muerte de Asurbanipal supuso el declive de imperio asirio y el comienzo de su rápido final. En el año 626 a.C. Nabopolasar, tenido por caldeo, se apoderó de Babilonia. Se sucedieron entonces las guerras de los medos y los babilonios contra los asirios, que culminó con el saqueo y destrucción, en el 612 a.C., de Nínive, la gran capital del Norte, realzada en tiempos de Senaquerib por las tropas del rey medo Ciaxares.

   Dio, pues, comienzo un nuevo imperio de los caldeos en Babilonia, en la región de la Baja Mesopotamia, que fue de corta vida. Apenas alcanzó un siglo la duración de este segundo imperio caldeo-babilónico, en el que Nabucodonosor II, hijo de Nabopolasar fue el más brillante rey conquistador, constructor y embellecedor de la legendaria Babilonia.

   Nabucodonosor conquistó Egipto y Fenicia con relativa rapidez. También Jerusalén cayó pronto bajo su dominio, pero sus reyes sometidos al principio, se rebelaban en cuanto tenían ocasión. El segundo Libro de los Reyes y el Libro de las Crónicas son algunas de las fuentes que nos han permitido conocer aquellos levantamientos y lo que se ha venido a conocer como “Cautividad babilónica” (1).  

   Apenas habían transcurrido tres años desde que los ejércitos de Nabucodonosor conquistaran Jerusalén,  cuando su rey Joaquim se rebeló. Tuvo el rey de Babilonia que emplearse de nuevo en la conquista de aquellas tierras y en 598 a.C., durante el asedio babilónico de Jerusalén, Joaquim perdió la vida, asumiendo el poder su hijo Joaquín. Tres meses, anuncia el Libro de los Reyes, que reinó el joven rey, hasta que, rendido, fue llevado a Babilonia. Con él llegaron a la gran capital caldea su madre, servidores y gentes principales. También herreros, cerrajeros, y hombres pudientes y aptos para la guerra. En total diez mil personas; y Joaquín permaneció confinado durante treinta y siete años, con una pensión para sí y sus hijos. Con la capacidad del reino de Judá reducida a la mínima expresión, Nabucodonosor designa como rey a Sedecías, tío del deportado Joaquín. Pareció conformarse aquél bajo el imperio de Nabucodonosor al principio, pero pronto se puso en inteligencia con los egipcios. A principios de 588 a.C, Nabuzardán, jefe de la guardia de Nabucodonosor atacó Jerusalén. La ciudad fue asaltada, la mayor parte de la población que permanecía en ella después de las deportaciones ocurridas diez años atrás, en tiempos de Joaquín, llevada también a Babilonia y el templo de Salomón saqueado y destruido, y  sus tesoros llevados a Babilonia. Tan solo unos pocos labradores en un estado de misérrima subsistencia se salvaron del cautiverio. Sedecías, que había logrado huir fue hecho prisionero. En castigo sus hijos fueron degollados, y a él se le sacaron los ojos, y fue llevado a Babilonia cargado de cadenas.


Judith con la cabeza de Holofernes. Ermita de San Roque, Burjasot,Valencia.
Holofernes, general al servicio de Nabucodonosor, fue enviado a tierras del
Occidente al mando de cien mil soldados y doce mil caballos, pero durante
el asedio a la ciudad de Betulia, Judith, hermosa viuda descendiente de la
tribu de Rubén, de la que el generalquedó prendado, lo emborrachó en su
 tienda y una vez dormido lo degolló, presentandosevictoriosa en la ciudad.

   Pero Nabucodonosor no sólo fue un rey guerrero y cruel. Dedicó muchos esfuerzos a embellecer la capital de su reino, en convertir Babilonia en la ciudad más hermosa de su tiempo. Construyó palacios y grandes edificios. El zigurat Etemenanki, que se piensa es la famosa Torre de Babel, construido en tiempos inmemoriales, fue destruida y reconstruida varias veces. A principios del siglo V a.C. el rey asirio Senakerib la destruyó. Nabucodonosor terminó la reconstrucción iniciada por su padre, creyéndose hoy que la legendaria torre, pese ─según la tradición─ a las diferentes lenguas que hacía difícil el entendimiento entre los constructores, alcanzó una altura de noventa metros.

   Y aunque visto desde el presente pudiera parecer que eran aquellos tiempos toscos, crueles, de poca humanidad y escasa sensibilidad, eran épocas en las que anduvo mezclada, como propia de la naturaleza humana, la brutalidad con la civilización. Nos han llegado muestras del arte concebido por aquellos hombres, y alguno de los ornatos más célebres de Babilonia parece que fueron actos de amor. A decir de Herodoto, Nabucodonosor estaba casado con Nitocris, si bien otras fuentes hablan de Amytis, hija del medo Ciaxares. Fuera uno u otro el nombre de la reina, ésta, que se había criado en Media, tierra montañosa y boscosa, añoraba el esplendor de los paisajes de su tierra natal guardados en su memoria. Nabucodonosor para complacerla construyó unos jardines pensiles que simulaban montañas envueltas de todo tipo de árboles, de terrazas cubiertas de las más variadas especies de plantas. Así  es como posiblemente nacieran los famosos jardines colgantes de Babilonia, luego tenidos por los griegos como una de las siete maravillas de la antigüedad. Y aunque se desconoce con certeza si fue éste el origen de los famosos jardines, como dudas hay incluso de su propia existencia, el caso es que las crónicas cuentan como Alejandro Magno, en su imparable carrera como conquistador del Asia, llegó a verlos, aunque a decir de los cronistas, abandonados y en un estado de avanzado deterioro.

   A Nabucodonosor siguieron varios reyes de su estirpe, que no hicieron otra cosa que engrandecer el nombre de aquél debido a su inanidad. La Biblia nos habla de Baltasar como hijo de Nabucodonosor y rey de Babilonia tras la muerte de éste, pero sabemos que Baltasar no era hijo de Nabucodonosor, ni rey que le sucediera; era en realidad gobernador de Babilonia en tiempos de Nabónidas, el último rey del imperio neobabilónico, cuando todo estaba preparado para la llegada del persa que puso fin al imperio levantado por Nabucodonosor II: Ciro, el Grande.

   De su legendario origen se tratará en este mismo lugar dentro de unos días.

(1) No fue ésta la primera salida del pueblo hebreo fuera de las tierras de Judá. Antes, a mediados del siglo VIII a.C., muchos habían sido deportados a Nínive, la capital del Imperio Asirio, y el propio término, de modo impropio, ha sido usado por ciertos autores para definir los setenta años en los que el papado, por influencia francesa, estableció su sede en Avignon durante el siglo XIV.
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OSUNA. GRANDE ENTRE LOS GRANDES

   No estaba destinado a protagonismo tan colosal, pero la prematura muerte  sin descendencia de su hermano Pedro lo encumbró, apenas cumplidos los treinta años, a la jefatura de la casa de Osuna. Heredó, pues, una inmensa fortuna, y títulos en una inacabable lista que por razones de espacio y lo tedioso de su lectura evitaré transcribir completa. Aunque para hacerse cabal idea de la magnificencia del personaje sí sea conveniente indicar que, descontando baronías, condados o marquesados, don Mariano Francisco de Borja José Justo Téllez-Girón y Beaufort-Spontin fue duque de Osuna, de Benavente, de Lerma, del Infantado, de Gandía, de Béjar, de Medina de Rioseco, príncipe de Esquilache,  de Éboli y, naturalmente, Grande de España.

   Tan grande se creía que en sus tarjetas hizo escribir que era Grande entre los Grandes de España. Se comprenderá, pues, sin dificultad, que todo en el duque de Osuna fue excesivo, más que grande, su arrogancia fue enorme; su pasión era figurar y su gusto epatar. "Ni que fuera Osuna" solía decir la gente cuando se criticaba a alguien que hacía un gasto desmesurado. No podía consentir que alguien le hiciera sombra o llamase la atención más que él. Prestaba mucha atención a su aspecto. Varias horas al día eran empleadas en su aseo personal, incluida su aristocrática cabeza, que desprovista de pelo, era sometida a toda suerte de pomadas para hacerla brillar tanto como al resto de su persona. Se sabía que su ropero estaba compuesto por 366 pantalones, aun más de los necesarios para ponerse uno distinto cada día del año. Una envidia infantil lo dominaba a veces: en cierta ocasión cenaba con unos amigos. Llamó la atención del duque la corbata de uno de los comensales, y Osuna alabando su buen gusto preguntó dónde la había adquirido. Minutos después, previa discreta indicación a un criado para que transmitiera su orden, partía a galope tendido, rumbo a París, un empleado del duque con la orden de adquirir otra igual, o más hermosa aún, en defecto de aquella, en el mismo establecimiento.

El XII duque de Osuna, XV duque del Infantado hizo donación
parcial de su palacio en Guadalajara al Ministerio de Guerra
 para ubicar en él un colegio de huérfanos.

   Pero si en España no había fiesta, gala o acto en el que el duque no destacara por la ostentación y el derroche, en Rusia, donde fue embajador, también dejó recuerdo de su talante fatuo, y las crónicas testimonio de sus excentricidades y jactancia.

   En Rusia tenía fama el conde Orlov de poseer una de las mejores cuadras de caballos, no sólo de Rusia, sino del mundo entero. Encaprichado el duque por poseer el mejor de aquellos caballos, se presentó a Orlov, que le mostró sus animales. Puesto el ojo en el mejor, propuso Osuna comprarlo, pero Orlov se negó:
   ─ No está en venta. No tengo estos caballos para venderlos.
  Insiste Osuna, que desconoce el no como respuesta a sus deseos y ofrece primero una cantidad elevadísima y, ante una nueva negativa del conde, un cheque en blanco después.
   ─Marcad vos el precio del animal. Me ajustaré a lo que pidáis.
 ─Mis caballos no se venden─, mantenía Orlov, firme en su decisión.
   Pero algún tiempo después, aprovechando un viaje del conde, se presentó Osuna a la condesa, que persuadida por las artes de la elocuencia o por el mucho dinero ofrecido, cedió y vendió el caballo al duque.
   Al regresar el conde, y enterado de lo sucedido, fue Orlov a tratar con Osuna la recuperación del caballo y la devolución del dinero entregado a cambio, y aun más si fuese necesario. La sorpresa y desesperación del conde no pudo ser mayor cuando Osuna lo condujo a los jardines de su residencia y le mostró al pura sangre cortadas sus crines y uncido a una noria dando vueltas como un percherón. Así era Osuna: impertinente, presuntuoso e inoportuno.

   Y qué mejor evidencia de ello que lo sucedido, también en Rusia, cuando llegó a sus oídos que la zarina había encargado a una expedición enviada ex profeso a Siberia que trajese para ella unas pieles de zorro azul, animal al parecer muy raro y de enorme valor por tanto sus pieles. Cumplida la misión, que duró varios meses, se entregaron dichas pieles y la zarina pudo lucirlas durante una gala. Enterado Osuna del caso, no quiso ser menos, y de su propio peculio, organizó otra expedición con idéntico propósito. Cuando varios meses después, de regreso la expedición, le entregaron las pieles, ordenó se confeccionaran dos pellizas que, antes que para su uso, destinó al de su cochero y uno de sus criados.

   Si las regaló a sus subordinados en un alarde de soberbia, pero también de falta de tacto, imprescindible en un diplomático, sólo él lo supo, pero el caso es que el duque tenía muchas más pieles con las que “abrigarse” y una de ellas, de armiño blanco, carísima también, según se cuenta, llevaba sobre los hombros al llegar a una fiesta ofrecida por los zares. Resultó que habiendo llegado tarde, no encontró libre asiento alguno, por lo que tomó su carísima capa de armiño, la enrolló con cuidado y la usó como asiento. Al terminar la gala, dispuesto a abandonar el palacio, uno de los sirvientes se percató de que el duque había dejado olvidada su capa de armiño, y presto se acercó a Osuna para entregársela. Osuna, muy digno habló así:
   ─Un embajador de España no se lleva los asientos.

  Como se comprenderá, su inmensa fortuna acabó resintiéndose, mas el duque no estaba por moderar sus gastos. ¿Qué habría sido de su personaje? Esto hubiera supuesto, en protagonista de tan alto rango, ensoberbecido de ello y vanidoso hasta el extremo, una derrota. Urquijo, el banquero, acudió en su ayuda,  si es que acaso un banquero se mueve por dicho sentimiento de caridad y no por el aliciente del rédito, y aceptó hipotecas sobre muchos de los palacios y castillos patrimonio del duque, que sólo sirvieron para certificar la ruina contable de quien empezó siendo grande entre los grandes y acabó arruinado y sus bienes enajenados en pública subasta.
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VIAJES EN TERCERA PERSONA. GIJÓN


   El viajero se ha decidido al fin a escribir sobre esta ciudad. La ha visitado varias veces y al menos puede decir ya que sabe caminar por ella sin perderse; aunque a decir verdad, lo que más le guste a este viajero que todo lo mira y casi todo lo ve es precisamente perderse en las ciudades de las que va a contar cosas.

   Tuvo el viajero, desde el principio, ayuda local que dirigiera su primer paseo por los lugares de mayor interés; así los primeros pasos le llevaron por el paseo marítimo y, asomado a la playa de San Lorenzo, posar la mirada en la que quizás sea la vista más fotografiada de Gijón, la de la iglesia de San Pedro, a los pies del Cerro de Santa Catalina, en el linde oriental del barrio de Cimadevilla. El viajero se estrena como fotógrafo en esta ciudad encuadrando su cámara sobre el más precioso monumento que en la villa hay, San Pedro al fondo.


















   Al final del paseo el viajero llega al istmo que une la ciudad moderna con el Cerro de Santa Catalina, que es también península, fortaleza y hoy sus baterías artilleras mirador sobre el Cantábrico, donde Chillida ha rendido, como en San Sebastián lo hizo con los vientos, pero a lo grande, un elogio al horizonte.

   Al pie del cerro el viajero se acerca a la iglesia de San Pedro, la que ya vio desde lejos nada más llegar. Esta iglesia es reciente y para el viajero armoniosa recreación de la que hubo hasta 1936, que no fue la primera, pues bajo la advocación de San Pedro ya existía otra anterior levantada en el siglo XIV, y destruida poco después de ser erigida. Y es que a finales de ese siglo, cuando reinaba el jovencísimo Enrique III, Alfonso Enríquez, hijo natural de Enrique II, se sublevó contra su sobrino. Fue poco a poco retrocediendo el bastardo hasta quedar reducido a los límites gijoneses, donde con los suyos y ayudado por piratas ingleses, se hizo fuerte. Entre estos había un tal Harry Paye, conocido por los españoles como Arripay. Fiero y cruel individuo, Arripay cometió atrocidades sin cuento, reduciendo a cenizas la ciudad y la iglesia de San Pedro. Entre los sitiadores participaba un jovencísimo Pero Niño, hijo del almirante Juan Niño. Cuando se rompió el cerco sobre Gijón, Arripay se hizo a la mar, huyendo. Pero Niño salió en su persecución, mas el inglés logró escapar y refugiarse en sus feudos ingleses de Poole. No olvidó Pero aquella fuga y años después él mismo atacaría Poole, que sería saqueada por una flota franco-castellana.

   Aunque es posible que hurgando en la historia el viajero llegara a conocer detalles del pasado astur o celta, o del discretamente romanizado, de Gijón, tiene urgencia por ver el cogollo de la Villa, el antiguo barrio de pescadores. Deja, pues, a un lado los jardines que adornan Campo Valdés, recuerdo del pasado romano que la ciudad tiene y cruza el istmo por la Plaza Mayor para adentrarse en Cimadevilla o Cimavilla, como se dice en asturianu. Está esta plaza porticada en tres de sus lados, y en el ayuntamiento situado en la vertiente oriental del recinto, llama la atención del viajero, aunque no le sorprende demasiado, la placa puesta en la fachada, que indica una altura sobre el nivel de mar de nueve metros y cuarenta centímetros, cuando saliendo de la plaza y asomado al paseo casi puede tocar el agua con sus manos. Cosa de los geógrafos, que tomaron como punto de referencia el nivel del mar en Alicante, para desde allí hacer los cálculos de altitud del resto de España(1).   

   En Cimadevilla al viajero le falta tiempo, le faltan ojos para verlo todo: lo primero, la casa natalicia de Jovellanos, hoy convertida en museo. Si la capital del Principado tiene en Clarín su orgullo, Gijón puede, y con razón, presumir de Jovellanos.

   Mucho podría decir el viajero de don Baltasar Gaspar Melchor María de Jovellanos, personaje ilustrado al que su ciudad nunca ha olvidado. Fe de ello da la calle, el teatro, el instituto de enseñanza que él mismo promovió, todos con su nombre, o el magnífico monumento que de paisano tan insigne preside la Plaza del Seis de Agosto, que así se llama desde que ese día de 1891 se inauguró la efigie de don Gaspar en homenaje suyo y en recuerdo de esa misma fecha, pero del año 1811 en el que el ilustrado gijonés,  con su salud muy quebrantada, llegó a su ciudad natal  para verla por última vez.

Teatro Jovellanos

   Pero si el viajero no dijera nada más de don Gaspar ahora, sería tan injusto con él como inmerecido el trato que recibió hombre tan sabio, honesto y patriota. Ganada su fama por su propia valía, fue protegido por Campomanes, otro gran ilustrado durante el reinado de Carlos III, que le encargó estudios y trabajos con los que modernizar España. La Revolución Francesa puso fin a muchas de las iniciativas de la España Ilustrada. No era fácil comprender en España que la libertad se defendiera con la guillotina, y Jovellanos, que era un reformista, no un revolucionario, que detestaba los excesos de la Revolución, pero defendía los principios del movimiento ilustrado, era en definitiva un liberal, y comenzó a ser mal visto. Su amistad con Cabarrús y el odio que suscitaba en la reina María Luisa también contribuyeron, y no poco, a su desgracia. Mas siempre Gijón, su tierra, su ciudad, lo acogió bien. En la pequeña capilla de los Remedios, al lado del museo, reposa don Gaspar.

   Al terminar con estas divagaciones el viajero se da cuenta de que todavía está en Cimadevilla. Da unos pasos, apenas unos pocos, y llega a la Plaza del Marqués, donde está el Palacio de Revillagigedo, casa que fue de don Carlos Miguel Ramírez y Jove, I marqués de San Esteban del Mar de Natahoyo, que fue quien mandó erigir tan bello monumento. Cuando a mediados del siglo XIX el V marqués de San Esteban contrajo matrimonio con la V condesa de Revilla Gigedo, supone el viajero que juntos ya en su descendencia ambos títulos, el palacio comenzaría a compartir nombre con el que hoy es más conocido y dado más fama.

Palacio de Revillagigedo
















   El palacio es una joya arquitectónica como pocas. Fue erigido en los primeros años del siglo XVIII y se construyó aprovechando una antigua torre puesta en pie doscientos años antes, que quizás marcara el aspecto de fortaleza que el palacio luce, pues tenido por barroco en todos los manuales de arte, sus torres almenadas y la pátina que el tiempo le ha dado, le confiere una aire medieval que al viajero complace mucho.

   Y si de Jovellanos habló el viajero porque era justo hacerlo y porque vio su monumento en una plaza, en ésta del Marqués ve el monumento del otro personaje que, sin ser nacido en Gijón, ha sido aceptado como propio, su figura decora el escudo de la villa y no es menos justo hablar de él: don Pelayo.

   De este godo de sangre noble, hijo de Fáfila, un duque caído en desgracia durante los tiempos de Witiza, el penúltimo rey godo, no se sabe gran cosa. Seguramente que fue espatario, algo así como guardia real, del rey don Rodrigo; que tras la debacle de la batalla de Guadalete huyó como otros hacia el norte, refugiándose finalmente en la región donde vivían los astures, pero mandaban ya, aunque sin rigor, los sarracenos invasores. Por ese tiempo debió ser nombrado el bereber Munuza gobernador de estas tierras, estableciéndose en Gijón. Pelayo, que había llegado a tierras asturianas con su hermana Hermesinda(2), debía vivir discretamente y relativamente tranquilo, como cualquier otro godo huido, como los astures autóctonos, pagando los impuestos personales o territoriales que garantizaban el respeto de las costumbre y una convivencia sometida, pero pacífica.  Una historia de amor o de deseo sucedió entonces; y fue esta historia, legendaria o no, la que convertiría a Pelayo en el caudillo, en el rey que daría el impulso de lo que los pueblos ibéricos tardarían siete siglos en reconquistar.  

   Lo que sucedió fue que Munuza, incapaz de sustraerse a la belleza de Hermesinda, quedó prendado de la cristiana. Para despejar el camino no tuvo mejor idea que enviar a Pelayo a Córdoba. No se sabe bien si el godo llegó a la capital del emirato enviado con alguna misión o prisionero. Fuera como fuese, Pelayo logró huir de Córdoba y regresar a Gijón.  Como no se sabe si Hermesinda tuvo opinión en este asunto, si correspondió de buen grado las pretensiones del bereber o fue desposada sin que pudiera oponerse, no dirá nada el viajero sobre el asunto, pero sí que el que no vio con buenos ojos aquella boda fue Pelayo, que mostró su disgusto y pronto comenzó a intrigar en contra de su repudiado cuñado y perseguido buscó refugio en las montañas.

   Al viajero tanta ida y venida no le cansa, que lo que con gusto se hace ni fatiga ni aburre, pero sí que le ha despertado un poco la sed. Y para refrescarse un poco y reponerse un mucho, qué mejor que unos culinos de sidra escanciada desde una buena altura. Así que al viajero, que no va solo, lo llevan a una de las muchas sidrerías que hay en esta tierra y asiste a la liturgia del escanciado, palabra ésta de origen godo por cierto,  y contempla cómo desde la mayor distancia que logra el escanciador separar una de sus manos con la botella de la otra con el vaso, cae el caldo y rompe contra el vidrio. Dicho golpe dicen que produce una suave aguja y aroma efímeros tan agradables como necesariamente breve el tiempo para degustar el trago.

   Desde el istmo, el viajero tiene toda la ciudad ante sí. Las calles que desde allí parten parecen las varillas de un abanico que abierto se extiende desde la playa de Poniente y la de San Lorenzo por el Este hacia el interior. De entre todas, Corrida, Instituto, Cabrales…, el viajero elige la de San Bernardo, porque en ella florecieron muchos de los edificios modernistas que la burguesía gijonesa levantó a principios del siglo XX y porque le lleva directamente al paseo de Begoña.

   En este ajardinado paseo, junto al teatro Jovellanos, que antes fue teatro Dindurra, contiguo al café del mismo nombre, el viajero pasea tranquilo, contempla la iglesia de San Lorenzo y para descanso del cuerpo entra en el café Dindurra. Aunque el local ha perdido parte de su encanto de ayer, según le cuentan, puede decir aquello de que quien hermoso de joven fue, mantiene en la madurez buena parte de la belleza juvenil. Y de este café, puede afirmar que al menos conserva las columnas modernistas con evocación egipcia que le dan el sabor clásico que al viajero gusta mucho.

   No dirá más de los muchos monumentos y detalles que el viajero ha ido viendo en esta villa de Gijón. No se trata de hacer un inventario ni convertir este paseo en una guía turística, pero sí tiene que mencionar al menos lo que ha visto en dos de las parroquias del concejo gijonés, fuera del casco urbano: el soberbio edificio construido en Cabueñes a mediados del siglo pasado  que fue Universidad Laboral y hoy Ciudad Laboral de la Cultura, y que pasa por ser el edificio más grande de España.


Quinta Bauer o Palacio de la Concepcion, en Somió. Luis Bellido González, arquitecto municipal de Gijón y autor de muchos proyectos en la ciudad,
como el Banco de Gijón o la iglesia de San Lorenzo, construyó
este palacete para el banquero Bauer en 1903.



















   La otra parroquia que no puede el viajero dejar de evocar es Somió. Parte del Concejo siempre, pero desde hace apenas cuatro lustros parte de la parroquia de Gijón, Somió es lugar encantador, plagado de villas rodeadas de jardines levantadas para su solaz por algunas de las familias más pudientes que a finales del siglo XIX y principios del XX, o en otros casos por indianos que, repatriados sus caudales americanos, ordenaron construir sus mansiones allí. Para dar cuenta del sitio sin resultar pesado, el viajero va a contar algo de uno de los edificios que ha podido visitar. Se trata de un palacete rodeado por extensa finca ajardinada y tapiada, que guarda el museo dedicado a Evaristo Valle, pintor de la tierra cuya particular obra no ha podido encontrar mejor acomodo que la casona que desde 1913 ocupó una sobrina del artista, y a su fallecimiento cedió para ser museo del arte de su tío. Si del recinto los jardines, que ocupan más de una hectárea y media, tienen gran fama y son muy alabados por los visitantes, el palacete, visto desde ellos, con sus torres y almenas, y aspecto historicista, causa al viajero la impresión de estar en otro tiempo.

(1) En 1874 se tomaron las mediciones efectuadas en el puerto alicantino, consideradas como las que menor diferencia ofrecían entre la pleamar y la bajamar, para determinar el punto de referencia que, como cota N1, se señaló en el primer peldaño de la escalera del ayuntamiento de Alicante, situada a 3,409 metros sobre el nivel medido en el puerto, y base de los cálculos que determinaron la altitud en las restantes cotas elegidas en el resto de España.

(2) Aunque Hermesinda parece ser el nombre más aceptado de la hermana de don Pelayo, hay autores que la citan como Hormesinda o Adosinda. Ello lleva a confusión, pues la hija del propio don Pelayo se llamaba Hermesinda, que casó con el rey Alfonso I, cuya hija recibió el nombre de Adosinda.
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PENITENTES

   Acostumbrados a contemplar su discurrir silencioso por las calles de muchas ciudades y pueblos, olvidamos que no siempre fue así. Fue por la predicación de San Vicente Ferrer, a principios del siglo XV, cuando los cortejos penitenciales, que se celebraban en el interior de los templos, salieron a la calle y comenzara a extenderse dicha costumbre al aire libre por toda España.

   Al llegar el siglo XVII, en tiempos de Felipe IV, las procesiones se hallaban tan extendidas durante la Semana Santa, que durante el Jueves y Viernes Santos, quedaba prohibido todo tránsito de coches, dotando a los actos de un silencioso y sepulcral esplendor. Las campanas enmudecían, los templos permanecían abiertos durante toda la noche y el trasiego de personas era constante.

   En las más señaladas, conmemorando la pasión y muerte de Cristo, participaba el rey, quien con cardenales, nobles, embajadores y demás personajes principales, cirio en mano todos ellos, desfilaban a los tristes sones emitidos por los tambores y trompetas de los destacamentos militares que también participaban en los actos.

   Dos tipos de manifestaciones y multitud de actos se sucedían en estas conmemoraciones. Los desfiles menos penosos eran los de los penitentes de luz o alumbrados. Eran estos desfiles vistosos. Como en todo tiempo, como también hoy, iban unos para lucirse, mas eran otros devotos contritos; eran unos de alquiler, formando cuadrillas a la orden de un mayordomo, otros por su cuenta, pero todos cubiertos con vistosos vestidos, guantes y capirotes de dos varas y cuarta de alto.


   Pero las procesiones más penosas eran las que practicaban los penitentes corporales. Personajes portando cruces, arrastrando cadenas, rodeadas sus carnes con cilicios o sus frentes con coronas de espinas, inspiraban la más grande compasión de quienes los contemplaban arrastrarse ante sus ojos. Con todo, aun esto resultaba insuficiente para cumplir con la voluntaria penitencia, y los nazarenos, siempre descalzos, se infligían nuevos tormentos para mortificación de sus carnes.  Algunos se frotaban con esponjas llenas de alfileres, otros rodeaban sus cuerpos con sogas de esparto, hasta amoratar sus pieles. Particularmente severas fueron las procesiones penitenciales del Viernes Santo de 1623. Estaba en Madrid ese año el Príncipe de Gales, de visita en España con la pretensión de obtener la mano de la infanta María, hermana menor del rey Felipe, y en su honor, o con intención de impresionarlo, ordenó el rey que todas las órdenes religiosas esmeraran su celo en los actos. Se excusaron los carmelitas, pero el resto rivalizaron en ofrecer el más aterrador espectáculo: si unos llevaban huesos de muertos en las bocas, otros caminaban con grilletes, y en las manos sujetaban calaveras; si unos  golpeaban y herían sus pechos con piedras, otros se azotaban hasta sangrar. Desconocemos el efecto que tales prácticas causaron en el príncipe Carlos Estuardo, pero sí que muchos de estos frailes tardaron semanas en curar sus heridas.

   Pero no era lo contado práctica excepcional. Muchos eran los disciplinantes que por devoción o más aun por vanidad, se azotaban, complaciéndose en salpicar con su sangre a los espectadores, que pasmados asistían a los actos. No carecía, en más casos de los que pudiera creerse, cierta dosis de galantería en los disciplinantes, que se exhibían de esa guisa ante las damas a las que pretendían impresionar. Claro que en estos casos la impostura sustituía al sacrificio, y los azotes eran más teatrales que dolorosos y las cruces que arrastraban huecas y livianas, exagerando el penitente con sus gestos lo que en realidad era comedia.

   Sin embargo, estas salpicaduras, no siempre manchaban los ropajes elegidos; a veces ensuciaban prendas de toscos caballeros a los que ninguna gracia hacía. Según crónica de la época, el 24 de marzo de 1623, un disciplinante en Nuestra Señora de Atocha salpicó a un desconocido, que tomándolo a mal, increpó con palabras duras y soeces al ofensor, lo que motivo que afloraran aceros y hubiera muertes.

   En tiempos de Carlos II, se promulgó un decreto prohibiendo los flagelantes, pero dado el pueblo a ignorar la Ley, de poco sirvió hasta que un siglo después, en 1777, una pragmática de Carlos III los prohibió de modo definitivo.
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¡A GARROTAZOS!

   Al terminar el año 1870, España elige rey. Dos años de negociaciones han sido precisos para encontrar un candidato que acepte serlo, para cambiar, no sólo de monarca, tras la marcha de Isabel II, también de dinastía. Ya Prim lo había dejado dicho hasta tres veces en su discurso de los “tres jamases”(1), de rechazo a la dinastía borbónica. El “afortunado” es el duque de Aosta, don Amadeo de Saboya, que alcanza la mayoría en las votaciones celebradas en las Cortes Constituyentes el 16 de noviembre. Obtiene don Amadeo 191 votos, por encima de los 28 del duque de Montpensier, muy quebrantado su prestigio tras el duelo con Enrique de Borbón, en el que éste resultó muerto; los 8 del general Espartero, los 2 obtenidos por el príncipe Alfonso y 1 de la duquesa de Montpensier. Como no todos los diputados son monárquicos, la República federal obtiene 60 votos; y como unos 20 no son ni una cosa ni la otra, votan en blanco.

   Si poco es el entusiasmo de don Amadeo por ser rey de España, el de su padre, el rey Víctor Manuel II, es por el contrario intenso y vivo.  Satisfecho éste de que su hijo ciña la corona de España, pronto va a recibir a una comisión de diputados españoles llegados a Florencia para comunicar la elección de las Cortes españolas.

   El 26 de noviembre, a bordo de las fragatas Numancia,  Villa de Madrid y Victoria, un selecto grupo de políticos partidarios del nuevo rey viajan a Florencia para comunicar al duque de Aosta su elección. Acompañan al presidente de las Cortes don Manuel Ruiz Zorrilla, entre otros, pues muchos se apuntaron al viaje, los escritores López de Ayala y Juan Valera, Romero Robledo, el marqués de Sandoval o don Pascual Madoz,  que fallece en Génova, durante el viaje.

   Había preparado el presidente Zorrilla el discurso que debía pronunciar en Florencia ante el nuevo rey, pero por un descuido en la oficina del presidente, por sorpresa se ve el discurso publicado en la prensa poco antes de zarpar los barcos hacia Italia. Encarga entonces Ruiz Zorrilla a Valera que le prepare un nuevo discurso, pero no satisface lo escrito al presidente y diputados que lo oyen. Tampoco las letras del periodista don Carlos Navarro Rodrigo gustan a los expedicionarios que lo escuchan, hasta que Romero Robledo, sin que nadie se lo encargue, escribe y lee un discurso que, ese sí, es del agrado general entonces, y del rey Víctor Manuel y su hijo Amadeo después, cuando se lee en el Palacio Pitti de Florencia.

Sólo Victor Manuel estaba complacido con la elección y aceptación
 del trono español por su hijo, que al fin había cedido a sus deseos.
Eran muchos los temores en el resto de que España pudiera ser
para Amadeo el nuevo Querétaro de un nuevo Maximiiliano.

   La estancia de los enviados españoles no puede causar peor impresión en don Amadeo. Como si quisieran certificar con su comportamiento la situación de desorden y radicalidad existente en España, anticipo de tiempos peores que Amadeo parece vislumbrar, los diputados se comportan en tierra extranjera con la mezquindad de quienes sólo miran para sí o los suyos. Tratando de atraer hacía su causa al futuro rey, no pierden ocasión para criticar del modo más feroz a sus compatriotas de la oposición. Ora los zorrillistas son quienes procuran desacreditar a los de Sagasta, ora son estos los que, con las mayores invectivas, despellejan a los de Ruiz Zorrilla.

   No resulta extraño que sea por aquel tiempo cuando el poeta Joaquín Bartrina, en uno de sus arabescos, escriba acerca del inveterado cainismo que entre los españoles hubo y aún subsiste la siguiente estrofa:

                       Oyendo hablar a un hombre, fácil es
                       acertar dónde vio la luz del sol:
                       si os alaba a Inglaterra, será inglés;
                       si os habla mal de Prusia, es un francés;
                       y si habla mal de España, es español.

   Terminado el cometido oficial de la comisión, los diputados y el joven rey electo zarpan rumbo a España, llegando a Cartagena el 30 de diciembre. Nada más desembarcar, pregunta don Amadeo por el general Prim, posiblemente es el conde de Reus su único amigo en España; pero el general no está entre los que le esperaban en el muelle. El general está en Madrid, y agoniza en su lecho desde hace tres días cuando varios encapuchados tirotearon su coche en la calle del Turco, hiriéndolo de muerte. Sin poder dar la bienvenida al rey, Prim muere el mismo día de su llegada. La perdida de su protector no parece el mejor augurio para un rey...

   (1) Del discurso pronunciado por don Juan Prim, el 22 de febrero de 1869, en las Cortes: «… No debe aplicarse la palabra jamás, pero es tal la convicción que tengo de que la dinastía borbónica se ha hecho imposible para España, que no vacilo en decir que no volverá jamás, jamás, jamás».

   Nota: Sobre el asesinato del general Prim puede leerse la entrada: El XIX. El rey llega y yo me muero ¡Viva el rey!
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RUEDA

   El viajero camina por tierras de Castilla la Vieja, por tierras próximas al río Duero. Tierra de mucha historia, tierra de arte y tierra de vinos. Y esto último no lo dice el viajero por capricho o por decir. Porque de Rueda, villa de no mucha gente, hay monumentos que ya quisieran para sí otras villas y hasta ciudades, y se elaboran vinos blancos tan reconocidos que sus bodegas y tiendas siempre están llenas de público.

   Pero no es sólo de vino de lo que el viajero quiere hablar. Primero quiere hablar de lo que a primera vista más llama la atención y da fama a la villa: la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, tan blanca, con sus dos torres cilíndricas en la fachada con su pórtico de piedra. Dicen que es uno de los más bellos exponentes del barroco vallisoletano. El viajero, que supone que quienes esto afirman lo hacen con conocimiento de causa por haberlo visto todo, no lo pondrá en duda, pues de lo que lleva visto en Valladolid y aun en otros lugares, esta iglesia le parece proporcionada, original y bella. Del interior llama mucho su atención el retablo, obra del escultor Pedro de Sierra, y al mismo, pues Sierra era también arquitecto, se atribuye la hermosa fachada del templo.

Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción.
 
   El viajero, desde la iglesia de La Asunción,  da unos pasos hacia el Sur por la calle Real, antigua carretera que une Tordesillas con Medina del Campo, deja atrás el ayuntamiento, y enseguida ve la segunda joya que adorna la villa: la ermita del Cristo de las Batallas. Recibe este nombre la ermita por el Cristo homónimo que guarda en su altar, pero popularmente se la conoce por el nombre del Cristo de la Cuba. Con un poco de imaginación hay quien dice que el aspecto octogonal de esta obra barroca recuerda a la forma de las grandes cubas de vino. No queda muy conforme el viajero con esta opinión; pero sí muy complacido al conocer la razón de tal apelativo. Siendo zona vitivinícola desde tiempos de Alfonso VI,  cuando llegaron desde el norte de África las hoy famosas uvas de la variedad verdejo, no resulta extraño que cuando los rodenses quisieron levantar la ermita su contribución fuera en especie. Construyeron una gran cuba y en ella los mozos, o sus familias, antes de partir a las guerras, vertían el vino que luego era vendido para sufragar la construcción del pequeño templo terminado de erigir en 1734.

Ermita de la Cuba

   Visto todo, al viajero sólo queda llevarse un recuerdo del lugar. En una de las tiendas que hay a la salida del pueblo, el viajero compra unas botellas de los caldos locales, hoy ya con su propia denominación de origen Rueda, para regalar unas y para sí alguna otra, y sigue su camino por tierras castellanas.
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DE LIBROS Y LIBREROS

   Leyó este lector empedernido hace tiempo, que la lectura es algo así como una conversación en un único sentido, en el que el lector no está obligado a contestar. Puede reflexionar sobre lo leído, discrepar o dar la razón mentalmente al autor o, simplemente, complacerse con lo leído, como se complace uno al escuchar lo dicho por una voz.

   No dará ni quitará la razón este pobre escribidor a lo dicho por otros. Discrepe o admita cada cual sobre lo que lee; pero sí dirá, sin temor al yerro, que son los libros y su lectura una de las mejores maneras de conocer las vivencias, el pensamiento y la comprensión del mundo que tienen los demás, o al menos de aquellos que, poniendo negro sobre blanco, ofrecen parte de su saber, para su discusión o simplemente para el deleite.

   Y tan variado es dicho entendimiento, que algunos deciden coleccionar esos pensamientos guardados en el papel impreso; unos para sí, otros para que los demás dispongan de ellos.

   De los primeros viene a la mente de quien esto escribe la figura de un canario nacido en el siglo XVIII, estudioso y buen latinista, erudito, pero discreto. Alejado de las prácticas mundanas, fue un gran amante de los libros hasta el punto de poseer una biblioteca de más de trece mil volúmenes. Se llamaba Estanislao de Lugo, había nacido en La Orotava, en una familia de cierta alcurnia, en realidad de la pequeña nobleza, que le otorgaba más prestigio que rentas y prebendas. Su padre, militar, era titular de la casa de Lugo-Viña; su madre, hija de los marqueses de Villafuerte. Poco se sabe de su niñez y juventud, pero al menos sí que, como parece, estudió en el colegio de los dominicos de La Orotava y que con él lo hizo su coetáneo y paisano Tomás Iriarte, que sería famoso fabulista. En Valladolid se licenció en Cánones y fue bachiller en Leyes. Cuando al terminar sus estudios se trasladó a la Corte de Madrid, ya era propietario de una buena colección de libros. Como en su espíritu curioso cabían todas las disciplinas, entre sus adquisiciones había libros prohibidos. Tuvo que solicitar permisos, y más de una vez, de la Santa Inquisición para poderlos leer y poseer. Un escrito firmado por el Arzobispo Inquisidor General, don Manuel Abad y Lasierra lo acredita: (…) Atendiendo al mérito, instrucción, conducta y ministerio de don Estanislao de Lugo, del Consejo de S.M. y Director de los Reales Estudios de San Isidro de esta Corte, le ampliamos la licencia anterior para que pueda recibir, leer y retener los libros exceptuados en los Edictos del Santo Oficio para los que tienen licencia”.

   Protegido de Carlos III, que lo designó ayo de su sobrino Luis María de Borbón y Vallabriga, hijo del infante Luis Antonio de Borbón Farnesio, y de Carlos IV y José Bonaparte, que lo designaron para puestos importantes,  a la vuelta de “El deseado”, Lugo tuvo que refugiarse en Burdeos, dejando su magnífica biblioteca en España. Para entonces ya era viudo de la Condesa de Montijo,  con la que se había casado en secreto en 1797, tras fallecer el primer esposo de la condesa, don Felipe de Palafox y Croi.

   No era fácil la vida en Burdeos para don Estanislao. Los gastos que suponía mantenerse allí exigían rentas y su peculio era escaso. No pudiendo recuperar su biblioteca madrileña, apoderó a dos hermanos suyos para la venta de los libros, y así, la colección fue vendida al obispo don Mariano Rodríguez Olmedo.

   En su exilio francés se reunía con otros afrancesados huidos de la furia absolutista de Fernando VII, y pronto inició una nueva colección de libros. Pero la biblioteca se nutría principalmente de folletos y clásicos, seguramente, títulos añorados y perdidos en Madríd, y que tanto echaría de menos. Poco a poco fue quedando solo. El 25 de agosto de 1833, don Estanislao de Lugo-Viña y Molina, sin amigos ni familiares que lo acompañaran en el trance final dejó este mundo. La biblioteca que logró reunir en su piso de Burdeos durante los últimos veinte años constaba de 328 títulos.  Seis días después, el 31 de agosto, Fernando VII, otorgaba el perdón a quien sirvió a su padre y abuelo, tardío perdón de quien postrado ya en el lecho, veintinueve días después, pasaría a mejor vida.

                                                         *

   De los segundos, de los que además de no poder vivir sin los libros para sí, hacen posible que los demás dispongan de ellos también, tenemos a los editores y a los libreros.





   Por la misma época de Lugo, restablecido por la Santa Alianza el régimen absolutista, tras el trienio liberal,  muchos políticos, militares e intelectuales abandonaron España. Ni siquiera la amnistía que en 1824 concedió Fernando VII convenció a muchos liberales de que su permanencia en España podría ser tranquila y confortable, y emigraron a otros países, algunos por segunda vez, después de haberlo hecho a la llegada de “El Deseado” en 1814.

   Don Vicente Salvá Pérez, había nacido en Valencia en 1786. Licenciado en Griego, Derecho, Filosofía y Teología, su inclinación por la lectura y el conocimiento de las cosas estaban en su naturaleza; la afición por los libros como negocio, posiblemente, por su matrimonio con Josefa Mallén,  hija de un librero francés afincado en Valencia. A la muerte de su suegro constituyó con su cuñado Pedro Juan la sociedad Mallén, Salvá y Cía. Todo se desarrollaba con normalidad, alcanzando la librería una gran reputación. Pero en 1817 la Inquisición acuso a Salvá de editar y vender “El contrato social”, de Rousseau, un libro prohibido entonces. Las cosas comenzaron a pintar mal para Salvá y poco tiempo después se hallaba en Roma solicitando licencia del papa para leer y poseer libros prohibidos. 

   Durante el Trienio Liberal fue elegido diputado a Cortes, hasta que la presencia de los Cien Mil Hijos de San Luis y el restablecimiento del absolutismo lo obligó a salir de España. Cuando, en 1824, se estableció en Londres no había en la ciudad de Támesis ninguna librería donde adquirir libros españoles, y eran muchos sus demandantes. A la ingente cantidad de liberales emigrados, con sus familias, había que añadir los propios ingleses, algunos buscadores empedernidos de libros españoles antiguos y raros. Con una buena visión comercial, Salvá abrió en Regens Street la Librería Clásica y Española, que tuvo un gran éxito.

   Ese mismo año, en el mes de junio, había fallecido en Londres, a sus veinticuatro años,  la viuda del general Riego. Muchos ex-ministros liberales, y buena parte de la colonia española emigrada asistió a los funerales. No pudo estar Salvá, pues aún en Gibraltar, no llegó a Londres hasta finales de 1824, pero sí, sin duda don Miguel del Riego, canónigo de la Catedral de Oviedo, hermano del general, que estaba afincado en Londres, para cuidar en lo posible de su cuñada y a la vez sobrina doña María Teresa del Riego.

   Era don Miguel del Riego, a decir de quienes lo conocieron, un hombre bueno, siempre dispuesto a ayudar a los demás y compartir lo poco que tenía. Para vivir se dedicaba al comercio de libros, pero como era un gran amante de los mismos, muchos los malvendía a quienes mostraban interés o incluso los regalaba. En su humilde vivienda de dos habitaciones en el piso alto de una casa propiedad de un zapatero, en Camden Town, guardaba un tesoro bibliográfico. Todo lleno de libros, apenas había espacio para su cama, una mesa y dos sillas.  

   En Londres conoció al poeta Ugo Foscolo, el cual, a su mala situación económica unía una muy precaria salud. Don Miguel se ocupó, como pudo, de que le visitara un médico, y cuando murió Foscolo, se hizo cargo de su hija. Sabedor Foscolo de su bondad personal y de su afición por los libros le legó su epistolario; pero pese al creciente valor de las cartas, Riego, que pudo haberlas vendido nunca lo hizo.

   Benjamin B. Wiffen, hermano del traductor de Garcilaso, acudió en cierta ocasión a verlo. Buscaba unos libros antiguos y muy raros sobre reformistas españoles del siglo XVI. En la tercera visita permitió Riego que Wiffen ojeara uno de los libros que buscaba, pero pese al generoso ofrecimiento que se le hizo a Riego, éste se negó a venderlo. El cuarto intento de adquirir el libro tan deseado, lo hizo Wiffen por escrito. La respuesta del español fue sorprendente. Le vendía el libro por un precio tan ridículamente bajo, que Wiffen tuvo que incrementarlo por su cuenta.

   También le visitaba con frecuencia, sobre todo en los últimos años, el escritor Richard Ford. Hablaban mucho. De libros, de España…, y el escritor le recomendaba a amigos suyos que le compraban algunos ejemplares, tomando para sí, de lo cobrado, lo necesario y gastando en los necesitados lo sobrante. Nunca olvidó defender la memoria de su hermano. El 7 de noviembre de 1846, aniversario de la ejecución de Rafael, como siempre había hecho, publicó en el Morning Chronicle un recordatorio por la muerte de su hermano. Como la intención de don Miguel era que el recordatorio fuese leído por los desagradecidos liberales españoles que con su olvido, pensaba, no hacían justicia a la memoria de Rafael, lo publicó en español. Poco después, el día 27 don Miguel del Riego fallecía en su pequeño piso londinense rodeado de libros .
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UNA LARGA MISA DEL GALLO

   Llegado este tiempo de Navidad, y para felicitar las Pascuas a los seguidores y amigos de este blog, que habla de historia, con algún hecho relacionado con estas fiestas referiré la peripecia y el tesón con el que Karol Wojtila, antes de ser elegido papa, tras la enigmática muerte de Juan Pablo I, hizo frente, con el apoyo de los católicos de Nowa Huta, a la oposición del gobierno polaco en la construcción de un templo en la ciudad.

   Nowa Huta habíase erigido como ciudad nueva, población dormitorio de Cracovia, para albergar una población de ciento veinte mil habitantes, en su mayoría obreros de la industria siderúrgica. Como entre la dotación prevista para la ciudad no se incluyó templo religioso alguno ni espacio para su construcción, al llegar la nochebuena de 1959, Wojtila, entonces obispo auxiliar de Cracovia, celebró en un descampado de Mistrzejowize, lugar próximo, una misa del gallo, y poco después solicitó de las autoridades comunistas el permiso para la construcción de una iglesia. Chocaban las pretensiones del prelado con las negativas del gobierno, y nada conseguía, pero la falta de espacio para orar movió a las gentes a erigir en aquel lugar una cruz de madera en torno a la cual se congregaban los fieles. Las autoridades enviaron máquinas excavadoras y derribaron la cruz, pero poco tiempo después hubo protestas en el lugar donde seguían concentrándose los fieles. Se exigió al obispo Wojtila se dirigiera a sus fieles para que cesaran en sus reivindicaciones, a lo que pareció avenirse el prelado, mas la respuesta de Wojtila fue todo un reto para el gobierno. Advertía el obispo que puesto que la cruz que se iba a levantar no sería retirada, no habría motivo para la protesta. Y así, el obispo Wojtila siguió celebrando en los sucesivos años la misa del gallo en aquel lugar, al amparo de la cruz nuevamente levantada.

Estatua de Juan Pablo II, instalada en el Palacio Arzobispal de Valencia

   En enero de 1964 Pablo VI, a la muerte del arzobispo monseñor Baziak, nombró a Wojtila arzobispo de Cracovia, y en 1967 cardenal, lo que le otorgó el prestigio y la influencia suficientes. Tres meses después de su creación como cardenal las autoridades polacas autorizaron la construcción del templo, hoy iglesia de San Maximiliano Kolbe.

   Sirva esta pequeña entrada sobre la tradicional misa del gallo, según se cree instaurada por el papa Sixto III, en el siglo V, viva hasta hoy, para reiterar mi felicitación a cuantos lectores, de cualquier pensamiento o credo, siguen este blog dedicado a contar parte de los hechos pasados, y que en éste y en todo tiempo, nuestros mejores deseos de paz se hagan realidad.
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DESNUDECES

   “Y así los pintores cuando hacen figuras fabulosas y lascivas cooperan con el demonio, granjeándole tributarios y aumentando el reino del infierno”.

   Son palabras de José de Jesús María Quiroga, fraile del Carmelo, nacido en la segunda mitad del siglo XVI y, por su condición de religioso, parte activa en la difusión de las costumbres más puritanas.

   Y es que la eterna lucha entre la belleza y la moral, entre la carne y el alma, tuvo en el siglo XVII su culmen. El enojo con el que la Iglesia contemplaba las escenas profanas, mitológicas o meras reproducciones de la desnudez humana hizo mella en el ánimo de los artistas y en quienes encargaban sus obras. Más en España, donde la proporción entre cuadros de carácter religioso y profano es notoriamente superior a favor de los primeros,  que en el extranjero, donde hasta los cardenales se permitían ciertas libertades.

   Basta acudir a cualquier museo de Bellas Artes español para comprender esto, en especial si admiramos la producción de nuestro Siglo de Oro. Las salas dedicadas al siglo XVII tienen sus paredes forradas de lienzos con escenas del Antiguo o del Nuevo Testamento, imaginarios retratos de santos e innumerables cuadros de la Virgen María en cualquiera de sus advocaciones, y de Dios, tanto como Niño Jesús, como Cristo Crucificado. Y ello sin tener en cuenta lo conservado en los templos.

   También se hicieron retratos, muchos, y bodegones; pero pocos cuadros reflejaron escenas costumbristas, y menos aun escenas mitológicas conteniendo escenas “deshonestas”. De estas últimas, en “Excelencias de la virtud de la castidad” el mismo José de Jesús María ya dejaba claro lo inconveniente que resultaban, al apuntar: “El sentido de la vista es más eficaz que el del oído y sus objetos arrebatan el ánimo con mayor violencia”. Bien parecía saber el buen pastor que la mayor parte del rebaño cuyas conciencias guiaba era iletrado y su imaginación poco podía excitarse con lo que no sabían leer.
  
   Pero esto no supuso la absoluta ausencia de obras profanas. Los reyes las deseaban y las obtenían, de Ticiano, de Veronés o las que el propio Velázquez pintó en Italia o en España, pues es caso casi aparte por su condición de pintor de cámara.


Cupido frenando al instinto de Giovanni Baglione.
Museo de Bellas Artes de Valencia
  
  Traigo hoy aquí un ejemplo de todo ello: de obra profana colgada en un museo español, pintada en Roma por un pintor italiano y rodeada de otras pintadas por españoles para la elevación del alma. Se trata de “Cupido frenando al instinto”, óleo del italiano Giovanni Baglione colgado en una de las salas de pintura barroca del Museo de Bellas Artes San Pío V de Valencia.  Era este artista decidido adversario de Caravaggio y como, además, también escribía, en su “Vida de los pintores, escultores y arquitectos desde los tiempos del papa Gregorio XIII en 1572, hasta el papa Urbano VIII en 1642”, no pudo dejar en peor lugar a su inveterado enemigo; aunque no por ello dejara de sucumbir a su influencia pictórica. 
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EL COJO DE MÁLAGA

   A Pablo López le hubiera gustado combatir al francés en la Guerra de la Independencia; pero una cojera, nunca se ha sabido si de nacimiento o adquirida, lo incapacita para defender la Patria. Se dedica pues, a cumplir con su profesión de sastre en el pueblo de Coín, donde reside con su familia. Si no puede combatir, al menos ayudará en lo que mejor sabe hacer con sus manos: uniformes. La Junta de Málaga le hace responsable de la confección de uniformes y tiendas de campaña. Es hombre muy conocido en la ciudad, y cuando los franceses cruzan Despeñaperros y tienen Málaga a tiro de cañón, la huída se hace necesaria. Con otros malagueños, en varias embarcaciones, llevando 137.000 pesos fuertes, para su entrega a los españoles patriotas más próximos, se hacen a la mar. Pero entre los embarcados hay traidores. Los encargados del capital transportado deciden regresar a Málaga. El dinero es entregado al general Sebastiani, y López, que es delatado como buen español, tiene que huir.

   Tras sufrir más de una peripecia y peligros, llega a Cádiz. A estas alturas López parece cumplir su sueño, luchar contra el francés más activamente. Mientras su mujer, Antonia, queda en Gibraltar al servicio del cónsul de Cerdeña, Pablo deja la aguja y las tijeras y realiza funciones de correo, o se le encargan ciertas intendencias. También acude a las sesiones de las Cortes en Cádiz; allí, desde la tribuna pública, aflora sin recato su voz estentórea, su gracejo malagueño, adulador para los que le complacen, cáustico para quienes con sus palabras le disgustan. Se gana fama de alborotador, que ya no perderá nunca; y se hace popular, pero acaba teniendo menos seguidores que enemigos.

   Cuando, el 5 de enero de 1814, la regencia llega a Madrid, “el cojo de Málaga” sigue al cortejo que la acompaña. La caridad del mariscal, diputado americano, don Antonio Suazo, lo ha hecho posible. En la calle Cava Baja, número 6, cuarto 3º, de la capital, encuentra alojamiento. También es la caridad, ahora de una viuda, Manuela Merino, la que le da techo, hasta que se muda a una posada de la calle Peligros.

   Y peligros son los que debe afrontar el alborotador malagueño. De espíritu liberal, opuesto al partido de los serviles, grita por las calles de Madrid vivas a la Constitución y acude a las sesiones de las Cortes. Como en Cádiz, se hace oír. En una de las sesiones expone un diputado los preparativos para el regreso de “El deseado”. La voz de López se escucha clara y potente:
  ─Fuera, fuera, fuera ese pícaro que después de haber derramado tanta sangre por lograr nuestra libertad, quiere sujetarnos.
   En la Puerta del Sol congrega a la gente a la que habla de libertad e igualdad. Luego, con trescientas personas y con una banda de música se dirige a las casas de algunos diputados al grito de “Viva la Constitución”.

Monumento a "El deseado", en la calle Arganzuela de Madrid

   Llegado el rey, disuelta la regencia, pleno el régimen absolutista del rey Fernando, López, el alborotador espejo del populacho contrario a la majestad real es detenido. Aunque el fiscal solicita la pena de muerte, el tribunal sólo encuentra como delito suficientemente probado un desmedido amor por la Constitución derogada, y lo condena a diez años de prisión. Pero no es suficiente.

   Cuenta el Marqués de Villaurrutia, que fue entonces cuando en el expediente aparece “un papelito”. Dice éste: “Palacio, 11 de noviembre de 1815. No me conformo; vuélvase a ver esta causa y sentencien los jueces como deben en conciencia y con arreglo a las leyes”. Viene dicho papelito con la rubrica del rey, pero renuentes a prevaricar los jueces, pese al mandato real, contestan: “La facultad de imponer la pena de muerte, cuando no está comprendida en la Ley, solo reside en vuestra V.M., en uso de su soberanía, si lo juzga oportuno para el bien del Estado”. Mas como la soberbia del rey absolutista es pareja a su miseria moral y falta de caridad, en otra nota ordena: “Es mi voluntad que se imponga la pena de muerte a Pablo López y que para ello se comuniquen las órdenes correspondientes al Gobernador de la Sala y a la Hermandad de la Paz y la Caridad”.

   Todo parece decidido para Pablo López. El día 20 se le comunica su fatal destino: una soga rodeará su cuello dos días después. Esa es la voluntad del rey. Es fácil suponer la angustia del reo al recibir el anuncio. Pero dos días es mucho tiempo, suficiente al menos para sir Henry Wellesley, el embajador inglés en España.

    Sir Henry ya era embajador meses atrás, cuando a la llegada de “El deseado”, quiso éste ajusticiar a los presos liberales contrarios al imperio absolutista con el que se imponía sobre la Nación. Y fue entonces cuando comunicó al rey que él mismo abandonaría España y la embajada sería retirada si cumplía unos propósitos, tanto más crueles por innecesarios, que no comprometían la seguridad de su monarquía. Cedió entonces el monarca, y ahora debió sir Henry recordar aquellas exigencias, y como en el pasado, ceder de nuevo el rey; como lo haría en el futuro, cuando su indignidad le supusiera alguna ventaja.

   Se hallaba pues, a las puertas de la prisión el desgraciado López, camino del patíbulo, cuando llega la orden del perdón real. Y el “inocente” López, que a nadie había matado, cuya culpa, si acaso, había sido la de ser “capataz y jefe asalariado de los revoltosos galeriantes de las llamadas Cortes ordinarias y extraordinarias”, mientra vuelve a su celda, la emprende a voces, aliviado su pesar, con vivas a favor de quien lo había condenado con iniquidad y ahora lo perdonaba, no por la magnanimidad del poderoso, sino por indignidad de quien humilla al débil y cede ante el poderoso.

   Dos apuntes más para terminar la historia de Pablo López: cinco años después, durante el trienio liberal, su gobierno liberó al “cojo de Málaga” y la Comisión de Premios de las Cortes le concedió la propiedad de una casa en Málaga para su habitación, y otras fincas que le rentaran ocho mil reales para su sustento. Pero su destino parecía oscilar entre la dicha y la desgracia; y tres años después, Pablo López, nuevamente Fernando VII en el poder, gracias a la intervención de los Cien mil hijos de San Luis, tuvo que exiliarse en Londres.
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VIAJES EN TERCERA PERSONA. AVEIRO

   Quizás no sea Aveiro uno de esos lugares cuya historia haya marcado el devenir del mundo. Conocida desde hace unos mil años, fue titulada villa en el siglo XIII. Hoy rodeada de agua y penetrada por un canal, es una de esas ciudades que sin perder su nombre, se conoce también por el de otra, y vive mucho del turismo. A ésta, como a Amsterdam o San Petersburgo, las del norte, también se le conoce como la Venecia portuguesa y el viajero no puede dejar de reconocer que le cuadra bien el nombre, quizás mejor que a cualquier otra, porque hasta las embarcaciones recuerdan a las célebres góndolas venecianas. Aquí se llaman “moliceiros”. Eran usadas para la extracción de algas y el transporte de sal, actividades principales de la zona, aunque hoy sirvan, como ocurre cuando el turismo y los servicios sustituyen a las industrias extractivas -y bien cerca hay ejemplo con los “rabelos” en Oporto-, para el traslado y paseo de turistas.

   El viajero se dirige hasta el canal principal. Allí radica el mayor atractivo de la pequeña ciudad. Los multicolores moliceiros en el canal y los cuidados edificios Art Nouveau levantados a principios del siglo XX, en el paseo João Mendonça, adornan la orilla de aquél. El viajero pasa por delante de la Cámara Agraria, el Museo de la República, la oficina de turismo y llega, casi sin darse cuenta, a un local algo destartalado. Sobre el dintel de su puerta un rótulo tiene escrito: "Ovos moles". El viajero entra y comprende enseguida. Está de suerte. Muchas veces se ha reconocido goloso y estos ovos moles parece que van a dar satisfacción a su gusto. Estos dulces preparados a base de yema de huevo y una oblea que la envuelve, lee el viajero que tuvieron su origen en los conventos de monjas de la zona, y que, aunque ya desaparecidos, las sores transmitieron la receta a mujeres de la ciudad que supieron hacer buen uso de ella. Hoy son servidos en pequeños toneles de madera decorados con pinturas hechas a mano, con motivos pintorescos de la región. El viajero, sucumbe a la tentación y compra alguno de estos tonelitos, tras advertirle la vendedora que los dulces aguantan sin especiales cuidados hasta quince días. Más contento que unas pascuas el viajero se lleva tres.

Aveiro. Moliceiros en el canal principal
















    Luego, un paseo por el antiguo barrio de los pescadores, de calles estrechas, pero pulcras, y una comida, con el imprescindible plato de bacalao, mantiene al viajero en reposo y le permite leer algo de la historia, que no es mucha, de esta pequeña ciudad. Aprende el viajero que Aveiro tuvo la condición de ducado. Aunque no se sabe con absoluta certeza la fecha en la que fue otorgado el título a don Juan de Lencastre, primer duque de Aveiro,  probablemente durante el reinado de Juan III, sí se sabe que la familia lo retuvo durante apenas dos siglos. En 1759 fue suprimido por orden real y resolución judicial, acusado el 8º duque de Aveiro, don José Mascarenhas da Silva e Lencastre, del delito de lesa majestad, y ser ejecutado.

   Reinaba en Portugal José I y la gobernaba don Sebastiao Carvalho e Mello, futuro marqués de Pombal, ilustrado y efizaz ministro que reconstruyó Lisboa tras el terremoto de 1755, pero despreciado por su origen por la alta nobleza lusa y odiado por el mucho poder alcanzado. Y entre los enemigos de don Sebastiao, se hallaban los Távora.

   A esta familia de tan grande raigambre pertenecía doña Teresa de Távora, esposa de don Luis de Távora, primo suyo, y amante del rey José. Al carecer de descendencia masculina el rey, se despertaron ciertas ilusiones entre algunos nobles, uno de ellos el duque de Aveiro, que contó con el apoyo de los Távora.

   Mientras regresaba de un encuentro con su amante, el rey fue atacado por varios hombres, resultando herido, pero salvando su vida. Logró detenerse a los autores del intento regicida, que confesaron o se les obligó a confesar que la conspiración estaba respaldada por la familia Távora, a favor del duque de Aveiro. Implacable, don Sebastiao actuó contra sus enemigos, que fueron sometidos a proceso y ejecutados con la mayor crueldad, despedazados sus cuerpos y quemados.

   La ejecución del duque y la supresión del ducado llevó al otorgamiento de otro título, el de la conversión de la villa en ciudad, ese mismo año de 1759,  pero con el nombre de Nueva Braganza. No sería hasta el reinado de doña María, cuando la ciudad recuperaría su anterior nombre, en 1777.
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